jueves, 29 de noviembre de 2007

"TIERRA, la película de nuestro planeta"


Una alternativa a la sobremesa del sábado, a cualquier otra película del (a veces) habitual cine del domingo, incluso a las copas del viernes... O un ingrediente perfecto para aliñar la rutina (o no...) de cualquier día entre semana.
En definitiva, muy recomendable.
Concienciación sutil, imágenes espectaculares, chute vital de naturaleza, sonrisas continuas, incluso risas!
Desconexión garantizada de "nuestro mundo" y conexión (garantizada también) con "el mundo"...
Cinco años de trabajo, doscientas localizaciones en 26 países, cuarenta millones de euros...
Y un viaje que nos hace recordar de dónde venimos, y nos hace pensar hacia dónde vamos...


miércoles, 28 de noviembre de 2007

La antesala de la desidia

Esperaba. Esperaba. Esperaba.
"Cuando menos lo esperes", le decían.
Seguía esperando.
"Recuerda, cuando menos lo esperes"

Dejó de esperar.

Y llegó.
Pero ya sin esperanza, lo dejó escapar.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Mi indignación de hoy...

1. No se ven ya casi niños jugando en los parques ni en las calles, ni siquiera yendo al colegio solos... Los padres tienen miedo de que los rapten.

2. Hay empresas que se dedican a encubrir infidelidades, creando reuniones, o viajes ficticios, para que el cónyuge que sospecha nunca descubra al que engaña. Y literalmente han dicho: "Más vale una buena mentira que una mala separación".


Al escuchar estas dos noticias... He sentido asco, indignación, repugnancia, rabia, cierta agresividad incluso...

Hay días que prefiero a los animales... Sin duda!!

sábado, 17 de noviembre de 2007

Desahogo momentaneo sobre formas que me molestan

El otro día había quedado con un amigo para desayunar. A las once.
Quince minutos después de esa hora, tras una ausencia –de presencia y de información-, decido (sentada en el sofá, vestida para salir a la calle y con el bolso colgando del brazo), mandarle un mensaje al móvil para que me confirme si el desayuno sigue en pie. No hay respuesta. Pero el informe de entrega me confirma que lo ha recibido.
Una hora después, sentada en el sofá todavía, vestida para salir a la calle, pero ya sin el bolso colgando del brazo, sin presencia ni información todavía, decido llamarle.
El teléfono está apagado o fuera de cobertura.
Y a las doce y media... Qué hago??? Me desvisto, me pongo el traje de baño y me voy a nadar, que siempre hay una alternativa... Pero no era mi plan!!.
A las cuatro y media de la tarde, recibo un mensaje: “Hoy no ha podido ser. Siento no haberte avisado”. Tal cual. Sí señor, con un par. Y pienso que yo sería incapaz!!!
Han pasado nueve días, y sigo sin presencia, y sin más información...

Esta tarde, sin ir más lejos, había quedado con una amiga. “Más tarde te llamo y te confirmo la hora, pero nos vemos seguro”, me dice. Bien.
Después de ver una película por la tele, con todos sus intermedios y el tiempo que eso conlleva, seguía sin noticias, así que decido salir con mi madre a dar un paseo. Un paseo larguito, con visitas a tiendas incluidas y el tiempo que eso conlleva también.
Al llegar al portal de mi casa, miro el móvil. Ninguna llamada ni mensaje recibido, en la pantalla tan sólo aparece la hora, las nueve menos diez.
Ahora, las nueve y cuarto de la noche, que la tarde ya ha pasado, sigo (seguía, hasta este justo instante, que por arte de magia, casualidades que a veces me “asustan” un poco, ha sonado mi “Chavo del Ocho”), pues seguía sin recibir una llamada.
De todas formas, cambio de plan. “He quedado con esta y con el otro y con otro más, para ir a tomar unas tapas, te apuntas???”.
Pues no sé... Igual no. Igual estoy un poco cansada de esperar, y de asombrarme en silencio, y de tener que apuntarme a planes ajenos, y de no poder elegirlos yo...
Igual estoy cansada de que no se respeten ni los días, ni las horas, ni a las personas. Igual estoy un poco cansada de que no se tenga en cuenta a los demás.

Estos son tan sólo dos ejemplos. Dos ejemplos de algo demasiado habitual, de lo que es una parte de mi entorno. Una parte a la que quiero, pero que a veces me desquicia. Y me hace sentir... ¿Poco importante? No sé...
Sí sé! Pues claro que sé!!!.

Sé que estoy harta de que algunas personas jueguen con el tiempo ajeno, como si fuera menos valioso que el suyo. Que estoy harta de dejar de hacer algo porque confío en que ya he quedado, y después encontrarme sola. Que estoy harta de citarme a una hora y que la cita se acabe retrasando hasta dos horas más tarde. Que estoy harta de que, a veces, incluso se deshaga el plan, y que de rebote, mi mañana, mi tarde, o mi noche queden reducidas a nada. O a otra cosa, por obligación.
Por supuesto que lo sé!! Estoy harta. Y enfadada. Aunque siga apreciando a esa panda de egoístas sin noción del tiempo y con carencia de compromiso. Aunque luego, al verles, se me pase la rabieta en treinta segundos.

Y sí. Esa es una parte de mi entorno. Impresentable por naturaleza. Y centrados en SU vida, en SUS historias, en SUS intereses, en SU mundo.
Y digo yo, que hay más pronombres personales a parte de la primera persona del singular!!!
Menos mal que hay contrapeso, y que la otra parte de mi entorno equilibra la balanza, y suaviza, y alienta, y se implica, y me hace seguir teniendo Fe en que aún queda gente con palabra. Menos mal que hay quienes se siguen adelantando a mi llamada cuando saben, porque me conocen, que necesito hablar. Menos mal que sigue habiendo gente que me demuestra que soy la primera opción. Y que me pregunta qué me apetece, cuándo me va bien, incluso me dedican un “tengo ganas de verte”, o un “cuando quieras”.Menos mal que hay quien conserva el don de la puntualidad, y sino, al menos, el de la decencia de avisar a tiempo.

Y menos mal que sé, que en el fondo, les importo a todos... Aunque a algunos les domine el ego. Aunque se olviden de lo ajeno.
Y es que ya sé que cada uno tiene su camino, pero a veces me pregunto si no hay quien se pasa de individualismo...

viernes, 16 de noviembre de 2007

Mis abuelos

Recupero una historia que escribí hará algo menos de dos años, cuando mi abuela Marcelina todavía vivía.

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Entró en la sala y la vio al fondo, con el pelo blanco, sentada en la silla de ruedas. Hacía ya seis meses desde la última visita. Aitana se paró antes de acercarse, para contemplarla desde lejos, y dijo un lo siento en voz baja, ese que se sabía incapaz de pronunciar de frente.
Respiró hondo y se dirigió hacia ella, disfrazando su culpabilidad con una sonrisa.
Su abuela la reconoció y le devolvió la mueca.
“Es que tengo mucho trabajo”- se excusó Aitana, justificando su comportamiento ante los ojos de quien no podía ya juzgarla. “Mira abuela, te he traído caramelos. De los que te gustan”.
Marcelina los cogió con ambas manos e hizo el intento, tras mirar a ambos lados, de guardarlos bajo la manta que cubría su falda, pero le faltaron fuerzas.
“Te los dejo en el bolsillo de la bata”- Interrumpió Aitana, mientras le ayudaba a esconder lo único de lo que era dueña.
Era la hora de comer, así que se sentó en la mesa con ella y otras tres mujeres, compañeras de residencia, para hacerle compañía.
Sus blancas y tersas manos ya no podían apenas agarrar el tenedor, y a cada bocado le bailaba la dentadura, dificultando la alimentación, que lejos de ser el placer de antaño, había pasado a ser una obligación.
Aitana le cortó la carne, y le llenó el vaso de agua varias veces, mostrando un cariño que únicamente se atrevía a darle al ser consciente de su inconsciencia.
Se acordó cuando de niña no quería quedarse con ella. “Con esta abuela no, que es muy aburrida, siempre cuenta lo mismo. Y además es triste.”
Contaba su vida. Sus viajes desde el pueblo a Zaragoza, apenas a 20 kilómetros. El amor de un solo hombre. La muerte de un hermano en la guerra, y después la de un hijo en sus brazos. El trabajo en el campo. Los pocos días de escuela y cómo aprendió a coser. La ilusión de poder comprar un helado en verano y el lujo de un membrillo en invierno. Los paseos en la burra Kika, y lo malas que eran algunas vecinas. Y la muerte de un marido.
Ahora, todo aquello que de niña le pareció insulso, cobraba la importancia de lo casi perdido. Ahora, que a sus veintisiete años le empezaba también a fascinar lo cotidiano y no sólo las grandes aventuras. Ahora que entendía que la abuela sólo quería contarle sus pequeñas historias. Ahora que ya no podía contarlas.
En su nuevo mundo, donde las luces de Navidad eran cebollas colgadas de una cuerda, donde los peatones de una calle comercial eran soldados que venían a buscarla, donde su hermano muerto y su hijo vivo se confundían creando una identidad ambigua, ya no había lugar para preguntas. La oportunidad de saber había pasado.
En ese mundo, donde la vestían con una camisa verde - ella que sólo había usado el negro- , en el que podía estar en varios sitios a la vez, en el que los recuerdos, los sueños y la fantasía creaban su propia realidad, se la veía serena.
Aitana miró a su alrededor y se vio envuelta de apacible tristeza. Todos los internos parecían comprender el ciclo de la vida y esperar pacientemente que se cerrara su círculo. Ninguno hablaba. Ninguno reía. Ninguno lloraba. Y en los ojos de cada uno podía contemplarse la resignación ante el paso del tiempo, y el pretendido retorno hacia lo que un día fueron, sabiendo que no había huída para lo venidero.
De pronto, Marcelina la cogió por el brazo: “ Nunca te quedes con nada por decir, ni por hacer”.
Y a su nieta se le escapó una lágrima, al ver que aquella mujer había sido capaz de conquistar de nuevo a la lucidez, aunque sólo fueran los instantes precisos para darle el mejor consejo. Después, continuó con relatos incomprensibles para otras mentes que no fueran la suya, y Aitana se marchó tras despedirse con un beso.
Antes de cerrar la puerta se volvió para mirarla de nuevo. Sabía que no volvería a verla en algún tiempo. Y sabía que su abuela la perdonaba.


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El por qué no fui más a menudo a verla, ahora ya no importa. Lo importante es que lo sé, que también lo sabía entonces, y no lo hice.
Supongo que fue por egoísmo. Porque era más cómodo no pensar en que faltaba poco para su ausencia definitiva. Porque era más sencillo vivir sin enfrentarme a verla en ese estado “premortuorio”. Supongo, también, que porque era muy fácil excusarme en el “si ya no se entera”.
Podría decir que me arrepiento. Pero no. No voy a decirlo porque no lo siento.
No puedo arrepentirme de algo que hice –o dejé de hacer- con pleno conocimiento.
Pero eso sí, no pude hacerlo peor. Me equivoqué. Y no volvería a repetirlo.

Afortunadamente, aún me quedan dos abuelos. Los que más he tratado, y a los que más he querido –y quiero-, a pesar de no habérselo dicho nunca.

Gori, mi abuelo, la envidia para cualquiera de su edad. Sin apenas una arruga. Con una salud de hierro (a excepción de esa obturación demasiado elevada de no sé qué arteria, origen de su único susto). Reservado en expresar sentimientos, pero al mismo tiempo sensible. Y algo cabezón. Con su humor típico extremeño. Con su mentalidad avanzada en comparación con otros de su generación, barriendo y limpiando el piso. Con unos tejanos, una camisa y un jersey, y riéndose de mí en invierno porque tengo frío llevando tres capas de ropa más que él. Y riéndose también de mí cuando en el pueblo, en el mes de agosto y en Cáceres, le digo a las tres de la tarde que en su casa hace frío. Recordándome la suerte que tengo de trabajar de ocho a tres, y de no trabajar los fines de semana. Dándome ejemplo, siempre al lado de mi abuela, inseparable. Explicándome lo fácil que es dejar de fumar, y aconsejándome que ahorre poco a poco para dentro de unos años.

Servi, mi abuela, físicamente un clon de casi todas las abuelas de Aldeanueva. Entrada en carnes, bajita, con el pelo corto y ondulado. Pero eso sí, con una alegría que la diferencia, y con una manera de contar las cosas que consigue hacerte reír a carcajadas. Ya un poco sorda, y con la tensión alta, y con artrosis, y mal, a veces, “de los nervios”, como dice ella.
Siempre me enseña la ropa que ha comprado para que le de el visto bueno al conjunto, y siempre me pregunta si estoy bien. Me intuye muchas veces aunque no le cuente, y a todo el mundo le saca la parte positiva. Prepara la mejor cazuela, la mejor caldereta, y a menudo, cuando como en su casa, me prepara un par de trozos de panceta “bien fritita, que así no engorda”. En continuo régimen, pero eso sí, hinchándose de fruta. Y servicial hasta decir basta, pero servicial con agrado, por gusto, por devoción.
A veces me pregunta si me acuerdo de ellos, porque nunca les llamo. Y yo le contesto con un “pues claro que me acuerdo”, que no sé si suena tan rotundo como en verdad lo siento. Y es que mi madre, eso sí, me informa a diario sobre ellos.

Pero soy incapaz de demostrar más lo mucho que me importan. Quizás porque en veintinueve años se ha creado un hábito, y me cuesta cambiarlo. Supongo que porque cuanto menos demuestras más difícil es luego reeducar ese comportamiento.

Pero sí. Lo intento. Ser más cariñosa. Ir a verles a menudo (menos de lo que debería viviendo tan cerca), pero mucho más de lo que hice en épocas anteriores. Y allí están, felices, sin apenas necesidades, con su sana costumbre de salir a pasear cada día, sin quejarse nunca, y aceptando de buen grado todo lo que les tocó vivir, que no fue fácil. Ahí están, para mi fortuna, y para recordarme, tan sólo con mirarles, que aceptar lo que no puedes cambiar no es síntoma de conformismo, sino de inteligencia y supervivencia. Para avergonzarme de algunos de mis lamentos, para encandilarme con su sencillez, y para hacerme sentir orgullosa de mis orígenes. Aunque no se lo diga...

jueves, 15 de noviembre de 2007

Palabras mudas

Hoy no podría escribir sobre cualquier cosa. Y sobre lo que podría escribir, no quiero hacerlo.

Así que prefiero retarme a permanecer muda. Y es que:
Manejar el silencio es más dificil que manejar la palabra (Georges Benjamin Clemenceau).

Y sí, quizás escriba, pero sólo para mí, que es lo mismo que pensar y no contar, y por tanto, lo mismo que quedarme en silencio.
Y como "si nunca se habla de una cosa es como si no hubiese sucedido" (Oscar Wilde), intentaré que parezca que no pasa nada...

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Sobre la conversación y la comunicación

Uno de los privilegios de los que disfruto habitualmente es de la posibilidad de conversar. Simplemente hablar, de todo, de nada, de cosas concretas o de temas que se escapan a lo tangible, de mí, de otros, del presente, del pasado, del futuro, de asuntos banales y aspectos trascendentales, de éxitos, de fracasos, de virtudes y defectos, de problemas y de soluciones, de sensaciones, de pensamientos, de dudas, de esperanzas, de amor y desamor, de ilusiones, de cambios, de la rutina diaria, de este mundo y de otros...

Simplemente conversar, sin un fin, sin un objetivo, sin más regla que el respeto, sin pretensiones ni expectativas.

Conversar, con personas que piensan antes de actuar, y con otras que lo hacen después. Con personas que no piensan (o no quieren pensar), con personas que piensan demasiado, con personas que saben de lo que hablan y con otras que no tienen ni idea. Con personas que saben expresarse y con personas que no poseen el don de la palabra. Con personas cultas, incultas, de mi generación, de algunas anteriores, de mi mismo punto de vista y de opinión contraria. Con personas que me dan la razón y con otras que me la quitan, lentamente o de un plumazo.

De algunas aprendo, otras me distraen. Algunas me hacen reír y otras me desahogan. Algunas son necesarias y otras prescindibles. Pero todas me enriquecen.

Y es que, para mí, la conversación es uno de los pequeños placeres de la vida. Y digo pequeño porque así se llama a las cosas cotidianas de las que podemos (o sabemos) disfrutar. A los placeres relativamente accesibles. Y que en realidad, suelen ser los placeres más grandes, y los más duraderos en el tiempo, precisamente por su cotidianidad.

Para ser sincera, no me hace falta mucho más que esos pequeños placeres para sentirme bien. Y digo bien, no feliz, que ese es otro tema...

Pero es curioso. Se asocia, en la mayoría de los casos, necesariamente, a la conversación con la comunicación. A veces incluso hay quien las confunde. Un grave error.

Mientras en la conversación tan sólo hacen falta palabras, la comunicación implica muchísimas connotaciones adicionales.
En ambas confluyen mensaje, relación, intercambio. Y por lo tanto, entiendo la conversación como una posible forma de comunicarse, pero no forzosamente lo es.
La comunicación conlleva conexión, comprensión, entendimiento, percepción, interpretación.

Y desde luego, ese efecto no se consigue en todas las charlas. Y en cambio, puede hallarse sin hablar.

Comunicación es, para mí, la base. Bien sea dialogando, en silencio, haciendo el amor, con una mirada, con un gesto, con una caricia, con un juego, con un beso, o en posición estática.

La comunicación es multiforme, es recíproca, no tiene pautas. Y además de un placer, la entiendo como una necesidad. Y como tal, sí es una de las cosas que, al conseguirla, al vivirla, puede hacerme sentir feliz...

martes, 13 de noviembre de 2007

A veces, tengo miedo.

A veces, tengo miedo. Desde pequeña. Pero entonces no lo sabía.
Hace diez años, cuando una muerte inesperada e injusta -como casi todas-, irrumpió en mi nube y me lanzó sin paracaidas al desconocido mundo real, pasé de ser una cuerda inconsciente a una loca consciente. Y fue entonces cuando empecé a conocerle.
Se viste de muchas formas, a veces en forma de inseguridad, a veces en forma de obsesión. Algunas ocasiones me lo encuentro avisándome de que puedo perder el control, y otras, se pone el traje de aprensión. Hay días que llama a la puerta, y yo, en la soledad de mi piso, se la abro para “entretener” a mi mente. Otras veces me acuerdo de poner el candado y consigo que, aburrido de esperar en la escalera, se vuelva por el mismo camino que vino.
Consigo apartarlo, alejarlo, dominarlo. Consigo incluso soportar su carga cuando se me cuelga en la espalda como un anexo de mi cuerpo, como una joroba prematura. Y consigo saber el motivo de su visita. Hasta consigo que desista en su intento de citarse conmigo a temporadas. Pero siempre vuelve. Y a veces pienso que, si lo hace, es porque en el fondo no soy rotunda con él. Y él, esperando mi momento de debilidad, siempre retorna, tenaz, insistente, persuasivo, a buscarme.
Y yo, que ya conozco casi todos sus trucos para colarse en mi vida, casi todos sus disfraces, me sigo asustando. A pesar de saber que es incómodo, pero inofensivo. A pesar de reunir la valentía para enfrentarme a él. A pesar de saber que puedo ganarle. A pesar de hacerlo, una y otra vez.

Y es que... ¿Cómo acobardas al miedo, para que no regrese?

lunes, 12 de noviembre de 2007

Equilibrio

Siempre pensé que carecía de equilibrio. Que era una persona extremista, alguien polar, que no sabía vivir con el término medio, con la línea recta en vez de los picos y los descensos, que entendía que la mezcla entre el blanco y el negro es siempre gris (en la acepción metafórica de ese color). Y me gustaba ser (sentirme) así.
Porque identificaba al equilibrio como un estado asensorial, carente de emociones, un “pasar de puntillas”, que derivaba en una no implicación, en carencia de opinión, en una moderación que injustamente entendía como falta de impulso.

Hace ya un tiempo que entiendo al equilibrio de otra manera. Como sinónimo de paz, de templanza, de armonía.

Hoy he buscado su definición, y me he encontrado con una sorpresa:

“Situación específica en la que existen diferentes factores o procesos, cada uno de los cuales son capaces de producir cambios por sí mismo, pero que puestos en conjunto no producen cambios en el estado del sistema a lo largo del tiempo.”

Hace ya tiempo que no huyo del equilibrio, sino que lo busco.
Y hace ya tiempo que no pienso que carezco de él, sino que lo rozo.

Estoy convencida de que en mi caso ha sido necesario vivir experiencias radicalmente opuestas y relacionarme con personas con puntos de vista tajantemente contrarios para llegar a saber cuál es mi sitio. Necesité creer estar convencida de ideas, creer que quería lo que no tenía, creer que lo que me enseñaron era erróneo y creer que lo que aprendí sola también lo era.
Necesité el mal humor para entender la alegría, y las risas para entender el llanto. Necesité la falta de respeto para entender la educación, y la educación para entender la convivencia. Necesité la convivencia para entender la soledad y la soledad para entender la compañía. Necesité la religión para entender el agonosticismo, y el agnosticismo para entender la Fe (genérica) Necesité la plena rebeldía para entender la importancia de ciertas normas. Y necesité las normas, para saber cuáles quería saltarme y cuáles no. Necesité separarme para querer unirme, y necesité conocer para saber a quién...
Necesité odiar los convencionalismos y la tradición cuando me enteré de que había otras alternativas. Hoy apoyo y disfruto algunos de ellos, pero no por costumbre sino por convencimiento.
Necesité acertar o equivocarme, para después recuperar, como mío, y sin imposición, parte del origen aprendido.
Necesité estar atada para querer soltarme, y necesité la libertad para querer ligarme.
Necesité romper para valorar, cuestionar para saber.
Necesité la ansiedad para entender la calma, y la calma para entender al equilibrio...

Definitivamente, equilibrio no implica invariabilidad, o estaticidad, creo que mi vida sigue estando sujeta a muchos posibles cambios, tal y como la definición afirma, (siempre seré partidaria de la evolución), pero creo también que algo dentro de mí está ya formado y es invariable.

Seguiré defendiendo firmemente en lo que creo, pero siendo consciente de que hoy puedo estar equivocada (y siempre dispuesta a que alguien consiga, a base de inteligencia, hacerme cambiar de opinión).
Seguiré sintiendo, en algunas ocasiones un frío glaciar, y en otras, un calor abrasador. Y al mismo tiempo que disfrute –o odie- estas sensaciones, sabré buscar, según convenga, una manta o un vaso de agua fría.
Seguiré vistiéndome a veces de negro luto o de blanco puro, pero sabré combinar ambos colores, y sobretodo, sabré mezclarlos.
No renunciaré jamás a vibrar (y no puedo aunque quisiera) renunciar a sufrir.

Pero serán momentos, instantes extremos.

Y con equilibrio, sigo cambiando... Entendiendo, aprendiendo, buscando, recuperando... Y sobretodo, sabiendo qué quiero de mi vida, que está, curiosamente, en el medio de lo que me enseñaron y de lo que aprendí por el camino.

Mi madre siempre me ha dicho que busco el camino más difícil para llegar a la meta. Hay quien no ha necesitado nunca extremos. Yo, gracias a ellos (y a veces por desgracia), sé cuál es mi meta a grandes rasgos. Y ahora sí, me siento capaz de ir hacia ella sin desviarme...

miércoles, 7 de noviembre de 2007

"Libertad sin culpa"

Dejo aquí el link de un artículo que me ha llamado la atención, por su definción (tan acertada bajo mi punto de vista), sobre la libertad, sobre lo que para mí significa al menos... Una libertad que no aleja, sino que une...

http://www.dsalud.com/crecimiento_numero45.htm