viernes, 16 de noviembre de 2007

Mis abuelos

Recupero una historia que escribí hará algo menos de dos años, cuando mi abuela Marcelina todavía vivía.

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Entró en la sala y la vio al fondo, con el pelo blanco, sentada en la silla de ruedas. Hacía ya seis meses desde la última visita. Aitana se paró antes de acercarse, para contemplarla desde lejos, y dijo un lo siento en voz baja, ese que se sabía incapaz de pronunciar de frente.
Respiró hondo y se dirigió hacia ella, disfrazando su culpabilidad con una sonrisa.
Su abuela la reconoció y le devolvió la mueca.
“Es que tengo mucho trabajo”- se excusó Aitana, justificando su comportamiento ante los ojos de quien no podía ya juzgarla. “Mira abuela, te he traído caramelos. De los que te gustan”.
Marcelina los cogió con ambas manos e hizo el intento, tras mirar a ambos lados, de guardarlos bajo la manta que cubría su falda, pero le faltaron fuerzas.
“Te los dejo en el bolsillo de la bata”- Interrumpió Aitana, mientras le ayudaba a esconder lo único de lo que era dueña.
Era la hora de comer, así que se sentó en la mesa con ella y otras tres mujeres, compañeras de residencia, para hacerle compañía.
Sus blancas y tersas manos ya no podían apenas agarrar el tenedor, y a cada bocado le bailaba la dentadura, dificultando la alimentación, que lejos de ser el placer de antaño, había pasado a ser una obligación.
Aitana le cortó la carne, y le llenó el vaso de agua varias veces, mostrando un cariño que únicamente se atrevía a darle al ser consciente de su inconsciencia.
Se acordó cuando de niña no quería quedarse con ella. “Con esta abuela no, que es muy aburrida, siempre cuenta lo mismo. Y además es triste.”
Contaba su vida. Sus viajes desde el pueblo a Zaragoza, apenas a 20 kilómetros. El amor de un solo hombre. La muerte de un hermano en la guerra, y después la de un hijo en sus brazos. El trabajo en el campo. Los pocos días de escuela y cómo aprendió a coser. La ilusión de poder comprar un helado en verano y el lujo de un membrillo en invierno. Los paseos en la burra Kika, y lo malas que eran algunas vecinas. Y la muerte de un marido.
Ahora, todo aquello que de niña le pareció insulso, cobraba la importancia de lo casi perdido. Ahora, que a sus veintisiete años le empezaba también a fascinar lo cotidiano y no sólo las grandes aventuras. Ahora que entendía que la abuela sólo quería contarle sus pequeñas historias. Ahora que ya no podía contarlas.
En su nuevo mundo, donde las luces de Navidad eran cebollas colgadas de una cuerda, donde los peatones de una calle comercial eran soldados que venían a buscarla, donde su hermano muerto y su hijo vivo se confundían creando una identidad ambigua, ya no había lugar para preguntas. La oportunidad de saber había pasado.
En ese mundo, donde la vestían con una camisa verde - ella que sólo había usado el negro- , en el que podía estar en varios sitios a la vez, en el que los recuerdos, los sueños y la fantasía creaban su propia realidad, se la veía serena.
Aitana miró a su alrededor y se vio envuelta de apacible tristeza. Todos los internos parecían comprender el ciclo de la vida y esperar pacientemente que se cerrara su círculo. Ninguno hablaba. Ninguno reía. Ninguno lloraba. Y en los ojos de cada uno podía contemplarse la resignación ante el paso del tiempo, y el pretendido retorno hacia lo que un día fueron, sabiendo que no había huída para lo venidero.
De pronto, Marcelina la cogió por el brazo: “ Nunca te quedes con nada por decir, ni por hacer”.
Y a su nieta se le escapó una lágrima, al ver que aquella mujer había sido capaz de conquistar de nuevo a la lucidez, aunque sólo fueran los instantes precisos para darle el mejor consejo. Después, continuó con relatos incomprensibles para otras mentes que no fueran la suya, y Aitana se marchó tras despedirse con un beso.
Antes de cerrar la puerta se volvió para mirarla de nuevo. Sabía que no volvería a verla en algún tiempo. Y sabía que su abuela la perdonaba.


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El por qué no fui más a menudo a verla, ahora ya no importa. Lo importante es que lo sé, que también lo sabía entonces, y no lo hice.
Supongo que fue por egoísmo. Porque era más cómodo no pensar en que faltaba poco para su ausencia definitiva. Porque era más sencillo vivir sin enfrentarme a verla en ese estado “premortuorio”. Supongo, también, que porque era muy fácil excusarme en el “si ya no se entera”.
Podría decir que me arrepiento. Pero no. No voy a decirlo porque no lo siento.
No puedo arrepentirme de algo que hice –o dejé de hacer- con pleno conocimiento.
Pero eso sí, no pude hacerlo peor. Me equivoqué. Y no volvería a repetirlo.

Afortunadamente, aún me quedan dos abuelos. Los que más he tratado, y a los que más he querido –y quiero-, a pesar de no habérselo dicho nunca.

Gori, mi abuelo, la envidia para cualquiera de su edad. Sin apenas una arruga. Con una salud de hierro (a excepción de esa obturación demasiado elevada de no sé qué arteria, origen de su único susto). Reservado en expresar sentimientos, pero al mismo tiempo sensible. Y algo cabezón. Con su humor típico extremeño. Con su mentalidad avanzada en comparación con otros de su generación, barriendo y limpiando el piso. Con unos tejanos, una camisa y un jersey, y riéndose de mí en invierno porque tengo frío llevando tres capas de ropa más que él. Y riéndose también de mí cuando en el pueblo, en el mes de agosto y en Cáceres, le digo a las tres de la tarde que en su casa hace frío. Recordándome la suerte que tengo de trabajar de ocho a tres, y de no trabajar los fines de semana. Dándome ejemplo, siempre al lado de mi abuela, inseparable. Explicándome lo fácil que es dejar de fumar, y aconsejándome que ahorre poco a poco para dentro de unos años.

Servi, mi abuela, físicamente un clon de casi todas las abuelas de Aldeanueva. Entrada en carnes, bajita, con el pelo corto y ondulado. Pero eso sí, con una alegría que la diferencia, y con una manera de contar las cosas que consigue hacerte reír a carcajadas. Ya un poco sorda, y con la tensión alta, y con artrosis, y mal, a veces, “de los nervios”, como dice ella.
Siempre me enseña la ropa que ha comprado para que le de el visto bueno al conjunto, y siempre me pregunta si estoy bien. Me intuye muchas veces aunque no le cuente, y a todo el mundo le saca la parte positiva. Prepara la mejor cazuela, la mejor caldereta, y a menudo, cuando como en su casa, me prepara un par de trozos de panceta “bien fritita, que así no engorda”. En continuo régimen, pero eso sí, hinchándose de fruta. Y servicial hasta decir basta, pero servicial con agrado, por gusto, por devoción.
A veces me pregunta si me acuerdo de ellos, porque nunca les llamo. Y yo le contesto con un “pues claro que me acuerdo”, que no sé si suena tan rotundo como en verdad lo siento. Y es que mi madre, eso sí, me informa a diario sobre ellos.

Pero soy incapaz de demostrar más lo mucho que me importan. Quizás porque en veintinueve años se ha creado un hábito, y me cuesta cambiarlo. Supongo que porque cuanto menos demuestras más difícil es luego reeducar ese comportamiento.

Pero sí. Lo intento. Ser más cariñosa. Ir a verles a menudo (menos de lo que debería viviendo tan cerca), pero mucho más de lo que hice en épocas anteriores. Y allí están, felices, sin apenas necesidades, con su sana costumbre de salir a pasear cada día, sin quejarse nunca, y aceptando de buen grado todo lo que les tocó vivir, que no fue fácil. Ahí están, para mi fortuna, y para recordarme, tan sólo con mirarles, que aceptar lo que no puedes cambiar no es síntoma de conformismo, sino de inteligencia y supervivencia. Para avergonzarme de algunos de mis lamentos, para encandilarme con su sencillez, y para hacerme sentir orgullosa de mis orígenes. Aunque no se lo diga...

2 comentarios:

José Manuel Díez dijo...

Amiga Deli, tu post me ha recordado al post que yo quisiera escribir algún día... y a los abuelos que yo también tuve. Los abuelos, esa riqueza, esa luz, esas vidas inolvidables.

Respecto al relato (aunque basado en la realidad, genialmente literario), siento que ya no escribas, al menos, con la ilusión que lo hacías cuando yo te conocí.

Hablaremos pronto.

Un besazo

Jose

Adela dijo...

Bueno, este blog, impulsado por el tuyo, me está haciendo recuperar al menos el hábito de escribir... El placer de querer contar y la ilusión de pensar en cómo hacerlo mejor...Y la verdad, me encanta!!

Tengo que darte las gracias, porque nunca has dejado de empujarme a ello!!!