A veces, tengo miedo. Desde pequeña. Pero entonces no lo sabía.
Hace diez años, cuando una muerte inesperada e injusta -como casi todas-, irrumpió en mi nube y me lanzó sin paracaidas al desconocido mundo real, pasé de ser una cuerda inconsciente a una loca consciente. Y fue entonces cuando empecé a conocerle.
Se viste de muchas formas, a veces en forma de inseguridad, a veces en forma de obsesión. Algunas ocasiones me lo encuentro avisándome de que puedo perder el control, y otras, se pone el traje de aprensión. Hay días que llama a la puerta, y yo, en la soledad de mi piso, se la abro para “entretener” a mi mente. Otras veces me acuerdo de poner el candado y consigo que, aburrido de esperar en la escalera, se vuelva por el mismo camino que vino.
Consigo apartarlo, alejarlo, dominarlo. Consigo incluso soportar su carga cuando se me cuelga en la espalda como un anexo de mi cuerpo, como una joroba prematura. Y consigo saber el motivo de su visita. Hasta consigo que desista en su intento de citarse conmigo a temporadas. Pero siempre vuelve. Y a veces pienso que, si lo hace, es porque en el fondo no soy rotunda con él. Y él, esperando mi momento de debilidad, siempre retorna, tenaz, insistente, persuasivo, a buscarme.
Y yo, que ya conozco casi todos sus trucos para colarse en mi vida, casi todos sus disfraces, me sigo asustando. A pesar de saber que es incómodo, pero inofensivo. A pesar de reunir la valentía para enfrentarme a él. A pesar de saber que puedo ganarle. A pesar de hacerlo, una y otra vez.
Y es que... ¿Cómo acobardas al miedo, para que no regrese?
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1 comentario:
Niña. Si fueras un hombre, te pediría en matrimonio, te lo juro.
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